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A finales de los años noventa un cuento corto llamado La Tetractys estuvo a punto de ser publicado en una prestigiosa revista cultural colombiana. Desafortunadamente el personaje central del relato – la diva Amparo Grisales – tuvo la oportunidad de leerlo un par de semanas antes de que la revista entrara en proceso de impresión. Ciertos pasajes de la historia la impulsaron a censurarla de una manera no estatal pero igualmente restrictiva, es decir, les pidió el favor a los editores de la revista que no publicaran la historia.
Sin embargo, hoy las inocentes fantasías planteadas en La Tetractys, que son más simulacros creados por la cultura de la celebridad que anécdotas ciertas de la persona de Amparo Grisales, finalmente pueden hacerse públicas online (gracias a las tecnologías que promueven el user generated content).
Además 2007 ha marcado el retorno de la diva a la esfera pública en Colombia luego de varios años de ausencia: la revista SOHO exhibe el vello púbico de la actriz en su hardcover de Marzo; la diva está en plena temporada de lingerie con sus presentaciones de la obra de teatro “No seré feliz pero tengo marido”; y recientemente exhibió su cedula en la prensa demostrando que su cuerpo apenas llega a los 50. Un buen momento entonces para complementar el discurso mediático y sexual que siempre ha rodeado a Amparo Grisales. Un momento apropiado para revelar LA TETRACTYS*.
A finales de los años noventa un cuento corto llamado La Tetractys estuvo a punto de ser publicado en una prestigiosa revista cultural colombiana. Desafortunadamente el personaje central del relato – la diva Amparo Grisales – tuvo la oportunidad de leerlo un par de semanas antes de que la revista entrara en proceso de impresión. Ciertos pasajes de la historia la impulsaron a censurarla de una manera no estatal pero igualmente restrictiva, es decir, les pidió el favor a los editores de la revista que no publicaran la historia.
Sin embargo, hoy las inocentes fantasías planteadas en La Tetractys, que son más simulacros creados por la cultura de la celebridad que anécdotas ciertas de la persona de Amparo Grisales, finalmente pueden hacerse públicas online (gracias a las tecnologías que promueven el user generated content).
Además 2007 ha marcado el retorno de la diva a la esfera pública en Colombia luego de varios años de ausencia: la revista SOHO exhibe el vello púbico de la actriz en su hardcover de Marzo; la diva está en plena temporada de lingerie con sus presentaciones de la obra de teatro “No seré feliz pero tengo marido”; y recientemente exhibió su cedula en la prensa demostrando que su cuerpo apenas llega a los 50. Un buen momento entonces para complementar el discurso mediático y sexual que siempre ha rodeado a Amparo Grisales. Un momento apropiado para revelar LA TETRACTYS*.
* La Tetractys: Según los filósofos Presocráticos, la Tetractys es el conjunto de los cuatro primeros números naturales, de los que se pueden extraer las armonías sonoras, que para ellos, forman la música de las esferas en las que se mueven los cuerpos celestes. J. Kepler retomó esta idea, para plantear, en su obra Harmonices Mundi(1619), una ARMONÍA DEL SISTEMA PLANETARIO, que a su muerte, no había terminado de demostrar.
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I promised myself not to come until she does
And she took both hands and a liar I was
No man in this world could ever hope 2 last
When my baby down shifts and starts pumpin' fast
Everything I want is what she does to me
She don't blush 'cause she's so damned free
When she makin' love it's like surgery
And she say, ooh
I love U in me
PRINCE
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Durante mi vida, me he encontrado, en distintas circunstancias y siempre por casualidad, con Amparo Grisales, la gran diva, el gran cuerpo de la televisión colombiana. Es curioso, porque obviamente hay actores o actrices o gente famosa o incluso amigos míos que no he visto ni una sola vez durante esa década. Siempre he sentido algo especial por Amparo, y mientras muchas personas sienten una contradictoria antipatía hacia ella, yo he guardado siempre una suerte de fascinación secreta que me ha puesto en el plano de sus admiradores silenciosos.
La primera vez que la vi, fue en el Aeropuerto de Bogotá, a finales de enero de 1985; yo regresaba de unas largas y bastante aburridas vacaciones, y ella partía hacia Río de Janeiro. Yo caminaba de la mano de mi madre por el andén externo del aeropuerto, bajo el cielo rojizo y el aire frío de una tarde bogotana; Amparo se bajó de un auto común en compañía de un ayudante que cargaba dos grandes y pesadas maletas; iba vestida de blanco, pero llevaba un gran sombrero rojo que ensombrecía su rostro; una falda larga muy ceñida, tacones altos, y una delgada blusa que se moldeaba con el viento, delataban su destino tropical y amarillo, las playas de Copacabana. Ya en aquellos días la mayoría de las miradas se desviaban a su paso, aunque para mí no fue sino una simple presencia curiosa, y no, un cuerpo deseable. Nos cruzamos a pocos metros, la miré un par de veces y comenté con mi madre las tonterías que se pueden decir cuando se encuentra uno con alguien destacado: confirmamos que era ella, y mi madre dijo algo sobre su elegancia y luego algo sobre su vulgaridad. Eso sí, ya entonces su piel canela, su cabello largo, y sus movimientos impetuosos y arrogantes la identificaban, no tanto así, su culo.
Ese año sería el inicio: Amparo cambiaría la tendencia de las telenovelas colombianas, que viajarían, en el transcurso de 10 años, de los avernos más trágicos e históricos a los paraísos más afrodisíacos y sofisticados. Si no me equivoco, el primer acto de la libido en el teatrino mágico de la televisión, se dio en “Tuyo es mi corazón”. Los besos entre ella y Carlos Vives rompieron todos los esquemas antes vistos: eran, sin duda, intensos y húmedos besos, llenos de saliva, bocas abiertas y lenguas enredadas; y si a lo anterior sumamos los ambientes sensualmente sutiles, las falditas de Lolita con esas piernas descubiertas en favor de la pasión, y los deseos reprimidos de los televidentes de entonces por ver lo prohibido, entonces, dichas escenas fueron provocaciones realmente novedosas, atractivos innegables que debían ser observados, un árbol de dinero que debía ser sembrado. De todos modos, en aquellos tiempos, el beso y su importancia vitalmente erótica, la piel y sus inevitables atractivos, no habían penetrado mi vida aún, pero el cuerpo de aquella Salomé plantó las semillas de una danza que con el tiempo, sacudiría todas las mentes y todos los deseos, una danza que haría perder no una, sino todas las cabezas.
La encontraría por segunda vez hacia el final de 1988 (tal vez era octubre) en uno de los antiguos estudios de Inravisión (la antigua institución televisiva) de la 24 con séptima. Para entonces yo ya había observado sus desnudos insinuados y sombríos de “La virgen y el fotógrafo”, y del afiche de otra de sus películas colombianas: “Los elegidos”, película que nunca vi, pero por la que el expresidente López Michelsen debía estar muy orgulloso, pues sin dudarlo, sus sueños eróticos habían sido materializados en un cuerpo digno de ellos. Había visto también una de sus películas venezolanas: “De mujer a mujer”, donde tenía varias escenas de cama, de piso, de baño y de mesa, que eran ciertamente parcas para los ojos de cualquier adulto, pero que para mis escasa pubescencia, y para mi abundante timidez, eran como una cascada imparable de Hardcore Sex. Aquellas escenas, no puedo negarlo, llenaron mi cabeza de fantasías, y mi cuerpo de placer. Así, cuando la encontré por segunda vez, ya me había masturbado muchas veces pensando en ella o viéndola en el televisor; para entonces Amparo ya era un poderoso-oscuro-objeto en el universo de mis deseos.
Esa mañana yo debía participar en un antiguo programa de variedades dirigido por José Fernández Gómez (“Cómo le parece?”), que tenía una sección de poesía donde personas normales y corrientes como yo iban a leer sus poemas. La muerte de mi abuelo paterno dos años antes, había dado pie para que sus hijos publicaran un libro de poemas escogidos, que él había dejado acumulados en servilletas y papeles viejos, y que había ido escribiendo con el paso del tiempo. Yo tuve el honor de leer uno de esos poemas por televisión nacional, en el programa que he mencionado, y aunque lo leí con mucho nerviosismo, la grabación no tuvo ningún problema, y resultó ser un agradable homenaje. Al pensar en ello, viene a mi mente aquel poema, que había nacido años antes, en septiembre de 1958:
El violín que me dejó a guardar el padre Silva
Vive como si fuera ayer en mi memoria.
El verlo en aquel rincón oscuro del almacén que yo tenía
Sigue flotando en mí como una sombra.
Quise muchas veces tocar alguna cuerda
y ver si sacaba de él algún sonido,
Pero, Oh tristeza que amarga el corazón
y doblega con horror nuestros sentidos!
Si sólo era el esqueleto
de un violín ya destruido.
Así nuestra existencia, semejante a aquel vejete
Que recuerdo con el alma y el corazón entristecido!
Ayer cantante, jovial, alegre y atractivo!
Hoy amarillento, sin vida, horripilante y frío!
Lo que sea. Lo cierto es que ese día, Amparo también grabaría una entrevista para el mismo programa, y llegó al estudio justo cuando iba a empezar mi grabación. Yo estaba sentado tras la mesa donde el anciano entrevistador me preguntaría algunos datos sobre el poema y me invitaría a leerlo; las luces del estudio estaban encendidas sobre mi rostro, los muros grises me rodeaban, detrás de mí había una pared sin fin; de repente, tras las cámaras, sobre el marco la puerta, envuelta en la luz blanca del corredor, apareció la silueta de una mujer delgada de cabello largo y lentes oscuros. José la reconoció y fue a saludarla con mucha cortesía; yo pensé que se trataba de Pilar Castaño, que era la compañera de José en la presentación de un noticiero estelar; claro que esa idea de una mujer huesuda de rostro cadavérico se desvaneció cuando José dijo con ímpetu “Amparito! ¿Cómo estás?” y ella respondió con esa voz firme, un poco áspera que tiene, “Aquí estoy para que me preguntes lo que quieras...”. Entonces lo supe: era Amparo la que salía a la luz removiendo los lentes de su rostro, y peinando su cabello hacia atrás con alguna de sus manos. Tenía puesto un jean apretado y una camisa color azul claro con dos botones desabrochados que permitían ver el brillo moreno de la piel de su pecho; saludó y dijo que iría a la sala de maquillaje mientras José terminaba conmigo. La vi salir moviendo todo ese cuerpo como un flujo delicioso que se esparce sobre el mundo, ese cuerpo que ya reinaba sobre las quimeras de mi cabeza. Ahí se me grabaron sus risitas altaneras y sus manos, el escote sutil de su camisa, sus pasos decididos y sus piernas delgadas. Recuerdo que llegué a mi casa aquella tarde, y pensé que debería haber ido a la sala de maquillaje después de mi grabación y haberle hecho el amor sobre todos esos cosméticos mientras le arrancaba la camisa con violencia le besaba las tetas y ella me decía a gritos que siempre había querido que un muchachito inocente como yo se la cargara entre dos espejos para que su placer y el mío se hicieran infinitos y pudiéramos mirar nuestros rostros torcidos de éxtasis y untados de labiales y esmaltes un millón de veces como dos desconocidos que copulan dándose sus nombres y sus números telefónicos. Pensé en esto, y luego me masturbé imaginándola a ella y a sus gemidos frente a un espejo de luces blancas, eso sí, cuidándome de no manchar el pantalón del uniforme del colegio, ¿qué más podía hacer?
La primera vez que la vi, fue en el Aeropuerto de Bogotá, a finales de enero de 1985; yo regresaba de unas largas y bastante aburridas vacaciones, y ella partía hacia Río de Janeiro. Yo caminaba de la mano de mi madre por el andén externo del aeropuerto, bajo el cielo rojizo y el aire frío de una tarde bogotana; Amparo se bajó de un auto común en compañía de un ayudante que cargaba dos grandes y pesadas maletas; iba vestida de blanco, pero llevaba un gran sombrero rojo que ensombrecía su rostro; una falda larga muy ceñida, tacones altos, y una delgada blusa que se moldeaba con el viento, delataban su destino tropical y amarillo, las playas de Copacabana. Ya en aquellos días la mayoría de las miradas se desviaban a su paso, aunque para mí no fue sino una simple presencia curiosa, y no, un cuerpo deseable. Nos cruzamos a pocos metros, la miré un par de veces y comenté con mi madre las tonterías que se pueden decir cuando se encuentra uno con alguien destacado: confirmamos que era ella, y mi madre dijo algo sobre su elegancia y luego algo sobre su vulgaridad. Eso sí, ya entonces su piel canela, su cabello largo, y sus movimientos impetuosos y arrogantes la identificaban, no tanto así, su culo.
Ese año sería el inicio: Amparo cambiaría la tendencia de las telenovelas colombianas, que viajarían, en el transcurso de 10 años, de los avernos más trágicos e históricos a los paraísos más afrodisíacos y sofisticados. Si no me equivoco, el primer acto de la libido en el teatrino mágico de la televisión, se dio en “Tuyo es mi corazón”. Los besos entre ella y Carlos Vives rompieron todos los esquemas antes vistos: eran, sin duda, intensos y húmedos besos, llenos de saliva, bocas abiertas y lenguas enredadas; y si a lo anterior sumamos los ambientes sensualmente sutiles, las falditas de Lolita con esas piernas descubiertas en favor de la pasión, y los deseos reprimidos de los televidentes de entonces por ver lo prohibido, entonces, dichas escenas fueron provocaciones realmente novedosas, atractivos innegables que debían ser observados, un árbol de dinero que debía ser sembrado. De todos modos, en aquellos tiempos, el beso y su importancia vitalmente erótica, la piel y sus inevitables atractivos, no habían penetrado mi vida aún, pero el cuerpo de aquella Salomé plantó las semillas de una danza que con el tiempo, sacudiría todas las mentes y todos los deseos, una danza que haría perder no una, sino todas las cabezas.
La encontraría por segunda vez hacia el final de 1988 (tal vez era octubre) en uno de los antiguos estudios de Inravisión (la antigua institución televisiva) de la 24 con séptima. Para entonces yo ya había observado sus desnudos insinuados y sombríos de “La virgen y el fotógrafo”, y del afiche de otra de sus películas colombianas: “Los elegidos”, película que nunca vi, pero por la que el expresidente López Michelsen debía estar muy orgulloso, pues sin dudarlo, sus sueños eróticos habían sido materializados en un cuerpo digno de ellos. Había visto también una de sus películas venezolanas: “De mujer a mujer”, donde tenía varias escenas de cama, de piso, de baño y de mesa, que eran ciertamente parcas para los ojos de cualquier adulto, pero que para mis escasa pubescencia, y para mi abundante timidez, eran como una cascada imparable de Hardcore Sex. Aquellas escenas, no puedo negarlo, llenaron mi cabeza de fantasías, y mi cuerpo de placer. Así, cuando la encontré por segunda vez, ya me había masturbado muchas veces pensando en ella o viéndola en el televisor; para entonces Amparo ya era un poderoso-oscuro-objeto en el universo de mis deseos.
Esa mañana yo debía participar en un antiguo programa de variedades dirigido por José Fernández Gómez (“Cómo le parece?”), que tenía una sección de poesía donde personas normales y corrientes como yo iban a leer sus poemas. La muerte de mi abuelo paterno dos años antes, había dado pie para que sus hijos publicaran un libro de poemas escogidos, que él había dejado acumulados en servilletas y papeles viejos, y que había ido escribiendo con el paso del tiempo. Yo tuve el honor de leer uno de esos poemas por televisión nacional, en el programa que he mencionado, y aunque lo leí con mucho nerviosismo, la grabación no tuvo ningún problema, y resultó ser un agradable homenaje. Al pensar en ello, viene a mi mente aquel poema, que había nacido años antes, en septiembre de 1958:
El violín que me dejó a guardar el padre Silva
Vive como si fuera ayer en mi memoria.
El verlo en aquel rincón oscuro del almacén que yo tenía
Sigue flotando en mí como una sombra.
Quise muchas veces tocar alguna cuerda
y ver si sacaba de él algún sonido,
Pero, Oh tristeza que amarga el corazón
y doblega con horror nuestros sentidos!
Si sólo era el esqueleto
de un violín ya destruido.
Así nuestra existencia, semejante a aquel vejete
Que recuerdo con el alma y el corazón entristecido!
Ayer cantante, jovial, alegre y atractivo!
Hoy amarillento, sin vida, horripilante y frío!
Lo que sea. Lo cierto es que ese día, Amparo también grabaría una entrevista para el mismo programa, y llegó al estudio justo cuando iba a empezar mi grabación. Yo estaba sentado tras la mesa donde el anciano entrevistador me preguntaría algunos datos sobre el poema y me invitaría a leerlo; las luces del estudio estaban encendidas sobre mi rostro, los muros grises me rodeaban, detrás de mí había una pared sin fin; de repente, tras las cámaras, sobre el marco la puerta, envuelta en la luz blanca del corredor, apareció la silueta de una mujer delgada de cabello largo y lentes oscuros. José la reconoció y fue a saludarla con mucha cortesía; yo pensé que se trataba de Pilar Castaño, que era la compañera de José en la presentación de un noticiero estelar; claro que esa idea de una mujer huesuda de rostro cadavérico se desvaneció cuando José dijo con ímpetu “Amparito! ¿Cómo estás?” y ella respondió con esa voz firme, un poco áspera que tiene, “Aquí estoy para que me preguntes lo que quieras...”. Entonces lo supe: era Amparo la que salía a la luz removiendo los lentes de su rostro, y peinando su cabello hacia atrás con alguna de sus manos. Tenía puesto un jean apretado y una camisa color azul claro con dos botones desabrochados que permitían ver el brillo moreno de la piel de su pecho; saludó y dijo que iría a la sala de maquillaje mientras José terminaba conmigo. La vi salir moviendo todo ese cuerpo como un flujo delicioso que se esparce sobre el mundo, ese cuerpo que ya reinaba sobre las quimeras de mi cabeza. Ahí se me grabaron sus risitas altaneras y sus manos, el escote sutil de su camisa, sus pasos decididos y sus piernas delgadas. Recuerdo que llegué a mi casa aquella tarde, y pensé que debería haber ido a la sala de maquillaje después de mi grabación y haberle hecho el amor sobre todos esos cosméticos mientras le arrancaba la camisa con violencia le besaba las tetas y ella me decía a gritos que siempre había querido que un muchachito inocente como yo se la cargara entre dos espejos para que su placer y el mío se hicieran infinitos y pudiéramos mirar nuestros rostros torcidos de éxtasis y untados de labiales y esmaltes un millón de veces como dos desconocidos que copulan dándose sus nombres y sus números telefónicos. Pensé en esto, y luego me masturbé imaginándola a ella y a sus gemidos frente a un espejo de luces blancas, eso sí, cuidándome de no manchar el pantalón del uniforme del colegio, ¿qué más podía hacer?
Pasarían varios años antes de encontrarla de nuevo. Fue en diciembre de 1995 cuando la volví a ver; ella estaba alrededor de los 40, pero igual su cuerpo seguía cubierto por la crema del deseo, y la intensidad voluptuosa de su piel se mantenía en cada uno de sus miembros como un bálsamo eterno. Aquella noche yo estaba de rumba en Rapsodia, uno de los bares gay más innovadores de Bogotá. La rumba gay estaba en boga (por primera vez), y de Rapsodia se decía que quien hubiera rumbeado una vez allí, no querría volver a rumbear en otro lugar. Situado cerca de la Zona Rosa, pero lo suficientemente lejos para no confundirse con aquella ansiedad callejera, llena de rosas rotas y de chiquillos embriagados en las esquinas de neón, Rapsodia era un lugar espacial, plateado y embriagante. Allí todo era narcótico: las ráfagas de luces, la música detonante, los ríos de alcohol, y por supuesto, el sexo. Como siempre, el Vodka ya había trabado mis sentidos, y el ambiente extremo e insinuante del sitio llenaba mi cabeza de visiones tórridas y de pensamientos lascivos. Muchos hombres querían hacerse el amor allí mismo, y los que no tenían compañero trataban entonces de levantarse una compañera; las parejas heterosexuales que se entregaban al movimiento o al trago, inevitablemente terminaban acariciándose con fuerza y con lujuria, como nunca lo habrían hecho en ningún otro sitio; tipos con tipos, viejas con viejas, viejas con tipos, ménages à trois que convulsionaban como pulpos de seis brazos, entregados al ritmo digital y perturbador de la nueva música.
Yo estaba con mi prima y buena amiga, y hablábamos mierda y bebíamos licor y bailábamos y observábamos a nuestro alrededor como siendo testigos de nuestros propios deseos, presenciando lo que a todo el mundo le gustaría hacer en la edad del SIDA. Había besos llenos de fluidos, manoseos inesperados, cuerpos hermosos, caras divinas, cabellos de colores ahogados en gel, y en ocasiones, cuero negro; se veían atuendos recatados en los hombres, y siempre, bordes provocativos en las mujeres; las miradas siempre encontraban ojos que buscaban miradas, y las pieles, sudores que buscaban pieles; la intermitencia era lo erótico, signos que aprobaban lo prohibido para luego desaparecer entre parejas de hombres que se acariciaban con ternura, y parejas de mujeres que lo hacían con pasión y con humedad. En aquel sitio el sexo primaba con opulencia, sin hipocresías, sin escrúpulos, sin límites; allí, como en las guerras, regía la esencia animal que hay en los humanos, y la libido reinaba en medio de contactos salvajes que bien podían traer lo frívolo o lo trascendente; allí no había motivos ni palabras, sólo extrañas miradas y pensamientos ocultos que deseaban sudores, lenguas, olores, y tal vez después, algo de compañía. Así, en Rapsodia, los cuerpos iban y venían como fantasmas, allí sólo había formas y contornos, sólo signos que reemplazaban las palabras ahogadas por la música, siluetas que bailaban entre paredes plateadas, rostros que aparecían sólo en el instante de una luz azul, las sonrisas y los ojos eran pinceladas pasajeras que se perdían en la oscuridad, y la piel brillaba siempre en aquellas noches que se iban lentamente entre baile, besos, licor, luces azarosas, y un beat imparable que hacía vibrar a todo el mundo.
La rumba bogotana de aquel diciembre se acababa a la una de la mañana, debido a que el alcalde de la ciudad quería evitar muertes inevitables. A las 12:45 el ritmo empezaba a bajar, las luces blancas se prendían, y a todo el mundo le tocaba salir. Esa noche durante la evacuación del bar y en medio del tumulto, noté que muchos de los que estaban a mi alrededor volteaban a mirar algo detrás de mí; las mujeres miraban rápidamente, y sin dar importancia seguían hacia la salida; pero los “hombres”… los hombres miraban detenidamente; di un vistazo pero sólo vi tres tipos relevantes, todos con chaquetones de cuero café; no le di importancia, y pensé que solo habían atraído la atención de algunos gays debido a su inevitable presencia, así que seguí caminando y tratando de salir. Una vez fuera esperé que mi prima saliera (se había quedado recogiendo su chaqueta en el ropero), y vi que estaban saliendo los tres gigantes anteriores, y que de nuevo los que rodeaban la puerta miraban sin cesar. De repente vino la visión, y lo entendí todo. Vi un culo inmaculado forrado en delgada tela negra, un pantalón ceñido, un pubis triangulado, y unas piernas tensas soportadas en un par de tacones afilados; encima de aquella cintura de niña de colegio había una chaqueta corta de gamuza café, y del cuello de la chaqueta surgía aquel rostro delgado y acanelado, protegido por una larga campana de cabello liso, que enmarcaba unos labios sonrientes y maliciosos, y unos ojos pre-colombinos que parecían estar siempre buscando víctimas. Allí estaba de nuevo uno de los cuerpos más deseados, y en esencia uno de los más voluptuosos, haciendo gala de todos sus atributos, creando la envidia de todos los gays que la rodeaban, y que de una u otra forma, era un cuerpo así el que querían como jaula para sus almas confundidas o para las almas confundidas de sus amantes. Los tres tipos rodeaban a Amparo como si ella fuera su dominatriz, y ellos sus esclavos sexuales, que esperaban impacientes por estar a solas con ella en alguna de las mazmorras de su castillo de placer para sentir la presión sangrienta de sus tacones de charol. Un gay se acercó y le dijo algo, a lo cual ella respondió con una sonrisa agradable aunque sin dar importancia a las palabras de su admirador; tomó de gancho a uno de sus acompañantes, y los cuatro se dirigieron hacia el auto de lujo en el que venían, riendo y vociferando extrañas insinuaciones, mientras algunas miradas curiosas la seguían. Sin duda, el cuerpo de Amparo es la prueba viviente de la eficiencia del Body shaping y del Spa, de las pesas, de la bicicleta, de los aeróbicos, y de la tonificación de los gluteos y de los otros músculos sexualmente relevantes; cada centímetro de su piel y cada movimiento de su cuerpo, ella toda, es una de las musas que en otra vida inspiraron a los creadores de las artes eróticas orientales; debe ser descendiente de alguna de las células de las antiguas diosas del sexo; tal vez Safo soñó con su sexo antes de morir en Lesbos; y yo tuve la ocasión de ver cómo aquella noche se alejó riendo en compañía de tres hombres que la ayudarían a satisfacer sus propias ansias. Se subieron al carro y se fueron al instante, eso sí, dejando tras de sí una estela de imágenes, de rastros invisibles de la única mujer del grupo: un conjunto de curvas forradas en tela negra, unas sombras de manos largas y uñas filosas, el recuerdo de una sonrisa seria que incita a algo, la silueta humeante de un cuerpo de mujer, que mal o bien, incita a todo. En ese momento me di cuenta de la posibilidad: ya no era un niño, y ella estaba ahí. El paso del tiempo había logrado que mis relaciones con las mujeres progresaran cantidades, y para entonces ya tenía una novia, así que el sexo solitario que me caracterizó durante la adolescencia había desaparecido, y yo había finalmente arribado, como todo el mundo, al paraíso del placer en pareja, al acto incómodo dentro de un carro con los vidrios empañados, al pícaro sexo que se pregunta “¿cuándo regresarán los dueños de casa?”, a las descaradas insinuaciones físicas que empiezan en una fiesta y terminan en un cuarto de motel. Finalmente, la gran pulsión sexual que acumulé durante años, se había enfrentado a su irrevocable destino, a su inevitable y momentáneo fluir. Segundos antes de que Amparo estuviera dentro del auto me dieron ganas de correr tras ella, alcanzarla y arrodillarme ante su trasero y adorarlo en el altar de su cuerpo, suplicarle que se acostara conmigo que me dejara conocer todos sus escondites que me escondiera en ella, que era la tercera vez que la veía sin la más mínima pretensión de encontrarla y que eso me hacía especial que eso me hacía merecerla toda y por lo mismo ella me merecía a mí, que era como una posibilidad en el infinito el haberla encontrado una vez más, es el universo el que nos une Amparo, el primer motor, la primera pulsión nos obliga a estar juntos, tus células son mías y mi sudor tuyo, deja que me ahogue en ese oasis que tienes entre las piernas, deja que tu lubricidad calme la sed de mis entrañas, es inevitable Amparo, en todos tus labios están algunos minutos de mi vida y de la tuya que tenemos que vivir porque nuestra saliva es una y nuestros fluidos tienen que mezclarse y morir dentro del otro, no te vayas con esos tontos que aquí estoy yo y tú sabes bien todo lo que me hará feliz y me enseñarás a hacerte feliz a llenarte con felicidad líquida a llenarte con felicidad acariciada en sueños a llenarte por dentro con mis besos déjame rozar tu vida déjame acariciar tu pelo deja que me embriague con la miel de tu piel canela déjame tenerte antes de que te maten o de que me maten porque en esta ciudad matan a todo el mundo no te alejes que te he esperado diez años déjame oler tu sexo AMPARO!!! DÉJAME TOCAR TU CULO!!! y entonces todo ese vómito mental se detuvo y recordé la Tetractys, el 4, el número perfecto de griegos y cristianos, porque de él se deriva la música armoniosa del universo, y las etapas de la vida de los hombres, y las estaciones, y el norte el sur el este y el oeste, y el fuego el aire el agua y la tierra, sí, cuatro son los elementos del mundo y “cuatro deben ser los instantes en que la encuentre para poseerla al fin” pensé, así que me detuve y no fui tras ella, la dejé ir con sus esclavos sin musitar palabra, y solo vi cómo sus tacones la alejaron de mí por tercera vez, mientras mis ojos brillaban impacientes como queriendo atrapar aquello que se desea pero que se desvanece sin remedio. La portezuela se cerró, y el sonido del motor fue su voz de despedida para mí. Allí iba ella, y con ella su cuerpo, su valioso cuerpo...
Cada día que pasa espero con inquietud el cuarto signo, el místico y definitivo encuentro que anhelo desde hace tiempo, y será entonces cuando me arrebate el éxtasis y me rapte la dicha, esa dicha que pueden provocar su salvaje corazón, y los vicios que hay sobre su cuerpo. Espero que no pase mucho tiempo para verla de nuevo, y que sus atractivos se mantengan indelebles, estáticos, protegidos de los rastros del tiempo sólo para mí, porque no quiero encontrarme con una anciana que sólo sea un vago vestigio de lo que otrora deseé. Sí, anhelo el cuarto encuentro y todo lo que traiga consigo; ese día le diré a Amparo todo lo que callé la última vez que la vi partir, aquella noche en que me detuve sólo para cumplir con los dictámenes del Cosmos, y cuando todo mi discurso se haya cumplido a cabalidad, cuando haya probado la saliva de sus labios y sus olores me hayan penetrado, sólo entonces, la miraré a los ojos y le diré: “Amparo, me gustaría conocerte mejor...”.
carlos peralta